A los medios de comunicación españoles les gusta más un asesino que a Agatha Christie, pero la mayoría de los que denominan así, no lo son.
La etimología y las drogas
La palabra «asesino» tiene una sonoridad especial. La RAE dice que su origen es árabe y que proviene de ḥaššāšīn que traduce como adictos al cáñamo indio (lo que viene siendo hachís de toda la vida). Es probable que todos hayamos oído hablar ya de aquella temible secta militar chiita del siglo VIII que, por lo visto, gustaba de darle a los porros entre un crimen y otro.
Honestamente, nos resulta complejo emparejar en nuestra mente la visión de este temible cuerpo de élite dedicado a matar a figuras políticas y religiosas con la idea actual de un porrero, pero quizá el hachís de entonces tuviese algún ingrediente que desconocemos y que otorgaba la capacidad de convertir a los consumidores en profesionales proactivos y despiadados en vez de, como pasa ahora, convertirlos en contempladores profesionales de gotelé.
En fin, lo que pasa en el siglo VIII se queda en el siglo VIII y sus drogas también, pero, por suerte, hemos heredado de aquel entonces una palabra preciosa: «asesino».
Adicciones injustificadas
El hachís es una de las drogas que menos adicción causa en los consumidores, y, aunque en nuestro país tuvo muy mala fama y se la consideró la «sustancia puente» que te llevaba irremediablemente a las puertas de la exclusión social, del sistema prostituyente y de la adicción a la heroína, con los años se ha visto que esos miedos eran infundados.
Sin embargo, de forma sibilina, mientras nos centrábamos en si había o no que legalizar el hachís, se nos coló una extraña adicción a la palabra asesino. Solo hay que dar un repaso por las secciones de sucesos de cualquier medio de comunicación o poner en la tele alguno de esos programas empeñados en hacer «justicia», para darnos cuenta de que España es un país de asesinos.
El hermano feo
Desgraciadamente, el código penal no tiene en cuenta la belleza literaria y quizá ese es un debate interesante que deberíamos poner sobre la mesa en algún momento, porque con lo mucho que nos gustan las historias de crímenes, es una auténtica desfachatez que los legisladores no tengan en cuenta la importancia estética del lenguaje a la hora de redactar sus códigos.
Como decíamos, ese debate es para otro momento, pero resulta que, tal y como están las cosas, la inmensa mayoría de aquellos que etiquetamos como asesinos en los medios, son solo tristes homicidas.
De tipos y de códigos
El código penal actual establece una clara diferencia entre el homicidio y el asesinato. Los juristas llaman tipos penales a las acciones u omisiones que consideramos delito y en cada tipo penal se describe pormenorizadamente en qué consiste cada categoría.
Por ejemplo, el artículo 138 es el que abre el Libro II en el Título primero llamado Del homicidio y sus formas (no del asesinato, ojo ahí) y su redacción nos dice lo siguiente:
El que matare a otro será castigado, como reo de homicidio, con la pena de prisión de diez a quince años.
Así nos explica el código que cuando matamos a otro somos homicidas y, de paso, acaba de un plumazo con todo el romanticismo literario del asesinato.
A esta pena se le sumarán (más a menudo) o restarán (no tanto) años en función de lo que digan los atenuantes y agravantes disponibles para individualizar la condena, pero, básicamente, la cosa va así: matar a alguien es ser un homicida. Lo sentimos.
Para encontrar la palabra que nos gusta tendremos que irnos al artículo 139 que establece qué es lo que tiene que hacer un vulgar homicida para subir de nivel y convertirse en asesino:
- Será castigado con la pena de prisión de quince a veinticinco años, como reo de asesinato, el que matare a otro concurriendo alguna de las circunstancias siguientes:
1.ª Con alevosía.
2.ª Por precio, recompensa o promesa.
3.ª Con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido.
4.ª Para facilitar la comisión de otro delito o para evitar que se descubra.
¿Y cómo se las van a apañar los pobres periodistas?
Es fácil. Las personas que se dedican al periodismo no tienen, en principio, por qué ponerse a revisar el código penal ni por qué interpretar la ley, solo deben contar qué ha pasado sin más, tener un poco de paciencia y esperar a que ver qué dice la fiscalía o a que se dicte una sentencia. En ella se verá claramente si se ha calificado al autor como asesino o como homicida. Así, de paso, se respetará eso tan guay de la veracidad y la imparcialidad.
Si, por la razón que sea (esperemos que sea buena), consideran necesario adelantarse a la conclusión de los jueces, entonces lo suyo es consultar con alguien especialista y trasladar la opinión experta a la noticia.
El código internacional de ética periodística de la UNESCO dice lo siguiente en su punto segundo:
Adhesión del periodista a la realidad objetiva:
La tarea primordial del periodista es la de servir el derecho a una información verídica y auténtica por la adhesión honesta a la realidad objetiva, situando conscientemente los hechos en su contexto adecuado.
Veamos un ejemplo para que se entienda mejor:
El ABC, como muchos otros medios, titula así este suceso que aún está a la espera de juicio. Más tarde, en el cuerpo de la noticia, se dice lo siguiente:
Aunque pueda parecer sorprendente para algunas personas, no es necesario calificar el delito para poder contarlo.
Primero, si no hay juicio, por mucho que el presunto autor haya confesado, sigue gozando de presunción de inocencia (no sería la primera persona en declararse culpable de un crimen que no ha cometido). Por lo tanto, habría que colocar eso por delante.
En segundo lugar, hasta que un tribunal no diga lo contrario y dado que la Fiscalía ha catalogado los hechos como homicidios, habrá que fastidiarse y no actuar como si ambos términos fuesen sinónimos.
Nos podría quedar un titular la mar de bonito de la siguiente manera:
“El presunto homicida de los tres hermanos de Morata de Tajuña confiesa haber matado a golpes a su compañero de celda”