¿Qué lugares debemos evitar las mujeres? ¿Serán los descampados, los polígonos? ¿serán los callejones oscuros?
Unos poquitos datos incómodos
En España, los varones causan, aproximadamente, el 90 % de la delincuencia registrada, pero, en un alarde de respeto por la paridad, casi la mitad de los delitos que ellos cometen son contra las mujeres.
De esta mitad, alrededor del 20 % se consideran, específicamente, violencia contra la mujer. Obviamente, no nos referimos a atracos, sino a esos delitos que tienen una pátina machista y que sufrimos especialmente nosotras por ser nosotras (violencia de género, delitos contra la libertad sexual, contra las relaciones familiares…).
Algo que debemos tener en cuenta cuando analizamos los datos es que estas cifras oficiales no se ajustan a la realidad, porque, al contrario de lo que asegura la creencia popular, en determinados delitos, las mujeres somos muy poco dadas a denunciar. Por lo tanto, cuando las criminólogas nos ponemos a analizar las estadísticas, siempre tenemos que contar con lo que se conoce como «cifra negra», que es la tasa de delitos no denunciados, pero que sí podemos conocer (al menos de forma aproximada) gracias a encuestas de autoinforme.
Afortunadamente, las mujeres cada vez denunciamos más, pero los resultados que obtenemos cuando cruzamos los datos de las encuestas de autoinforme y las estadísticas oficiales son bastante deprimentes, ya que, por ejemplo, en los delitos contra la libertad sexual, la tasa de denuncia es solamente del 45 % (sí, menos de la mitad).
Además, a la hora de poder hacernos una idea real de la prevalencia de un delito, el problema es que, en las estadísticas oficiales, hay una gran diferencia entre los hechos ocurridos, los hechos conocidos, los esclarecidos, las denuncias y detenciones y la población que es finalmente condenada, lo que significa, básicamente, que la delincuencia que se ve y que se puede contabilizar es solo la punta del iceberg.
Entonces, ¿qué podemos hacer las mujeres para sentirnos seguras?, ¿qué lugares debemos evitar?
Una violación de película
Imaginemos una violación. Quizá no nos haga falta ni imaginarla de tantas escenas que podemos recordar gracias al cine, la literatura, la mitología, la historia o la vida misma, pero hagamos el desagradable ejercicio de fijarnos por un momento en esa escena que todos tenemos en la cabeza.
Normalmente, hay una chica guapa y joven que camina sola por la calle de vuelta a su casa tras una noche de fiesta. Suele vestir de forma provocativa, pero sin ser
vulgar; algo así como un vestido ligero de color blanco. Inocente y sexi. Esa combinación tan arquetípica que hipersexualiza la supuesta pureza femenina. Va algo achispada y lleva los tacones en una mano porque los pies la están matando y contempla el cielo nocturno mientras piensa en algo trascendente solo para ella (recordemos que, en estos casos, ni ella ni sus aspiraciones nos importan lo más mínimo. La chica es solo una herramienta, una cosa que nos servirá para conocer al verdadero protagonista: el violador).
Observando a la
incauta joven desde las sombras está él: un hombre de mediana edad de aspecto variable que, o bien conoce previamente el recorrido de la víctima, o bien ha coincidido con ella en el mismo local y ha sentido un deseo irrefrenable de «poseerla», por lo que la ha estado siguiendo, oculto por la oscuridad y el manto negro de su maldad o algo por el estilo.
En toda historia de
romanticismo violatorio hay un lugar (
el lugar) que la chica debe cruzar (porque es una irresponsable, a quién se le ocurre) donde la luz de las farolas no llega y las ventanas no miran. Un lugar en el que suena música de esa que nos indica una inminente tragedia y en el que hasta las ratas cruzan a la carrera. En cuanto la chica de los zapatos en la mano pone un pie en
el lugar, nuestro protagonista se abalanza sobre ella, le cubre la boca con la mano y, ejerciendo una violencia extrema, consigue reducir a esa víctima perfecta que, a pesar del miedo, de la obvia diferencia de fuerzas y de su vulnerabilidad, lucha como una jabata para defender su honor sin importarle lo más mínimo su vida (lo primero es lo primero). Ella cae. Él la viola.
Querido José Manuel: qué haríamos sin ti
Todo el mundo puede imaginar algo así porque nos han contado hasta la saciedad historias similares. Por eso, las mujeres vamos muertas de miedo cuando es de noche y nos toca caminar solas por la calle y, por eso también, le pedimos a nuestro amigo José Manuel que nos acompañe hasta la puerta de casa. Con un hombre al lado (y más uno tan bueno como José Manuel, al que conocemos de toda la vida), ningún otro hombre intentará violarnos.
Y en eso tenemos razón, mira, porque los hombres son muy de respetar lo que consideran la propiedad privada de otros hombres, al menos en su presencia. Y caminamos tan felices del brazo de José Manuel que apenas prestamos atención a la música de inminente tragedia que se eleva cuando llegamos a
el lugar (que en este caso es el portal de nuestra casa) y tampoco entendemos por qué, de pronto, José Manuel está besándonos babosamente contra la puerta del ascensor ni por qué nos manosea todo el cuerpo. No comprendemos por qué el miedo nos paraliza, por qué no nos sale la voz y por qué se nos llena la cabeza de pensamientos inconexos que fluctúan entre el ojalá que no me mate, el cómo se lo cuento a mi madre, el asco, el ¿he hecho yo algo que le haya dado a entender…?, y el clima de la región o los deberes de clase.
Así es, queridas, a las mujeres nos violan (y también nos matan) los
josesmanueles de la vida, los amigos, los novios y maridos, los primos, los padres y los padrastros, los hermanos y hasta los abuelos.
No vayas sola por ahí, mejor entra en la boca del lobo
Nos dicen que no vayamos por callejones oscuros, que evitemos los descampados y las zonas despobladas, pero lo que los datos nos demuestran es que el sitio más peligroso, el lugar en el que realmente está en riesgo nuestra vida es en nuestras propias casas. Bueno,
viviendas y anexos según el Ministerio del Interior y, para quien se lo esté preguntando, un anexo es el portal, trastero, garaje…, esas cosas.
—Caperucita: Qué ojos tan raros tienes, cariño, ¿por qué me miras así?
—Lobo: Acércate, que te voy a dar lo tuyo y lo de tu prima.
—Caperucita: No me apetece, Ramón, estoy agotada y quiero dormir.
—Lobo: No me cabrees, Sandra...
Y por cosas así, consentir no significa desear ni que no estemos sufriendo violencia sexual aunque acabemos accediendo. Hay una creencia errónea acerca del derecho al sexo de los hombres, acerca de que, para ellos, el sexo es un instinto básico irrefrenable y todos estos bulos, que se alimentan una y otra vez desde la cultura popular y los medios de comunicación (cómo no), tienen mucho que ver con la cultura de la violación, pero eso ya lo trataremos en profundidad en otro post, porque da para mucho.
Aquí la cuestión es que, para las mujeres, puede ser (y de hecho es) más peligrosa su casa que el polígono despoblado de las narices, porque, ¿sabéis una cosa?, si un lugar tiene poca afluencia de gente (o ninguna), estadísticamente es mucho más difícil que nos crucemos con un violador.
¿Y qué pasa con los locales de ocio nocturno?
Ay, camaradas…, ¡qué envidiable es la libertad de los hombres! Freud, ese señor cuya imaginación y cuya capacidad para inventar historias eran casi tan apabullantes como su misoginia, aseguraba que las mujeres teníamos «envidia del pene». Obviamente, Freud, con su pensamiento falocéntrico, no se percató de que, hasta el clítoris más minúsculo deja todos los penes a la altura del betún. Las mujeres no tenemos envidia de los penes, ¿para qué querríamos disminuir el placer que sentimos en un 50 %? No tiene sentido. Lo que tenemos las mujeres es envidia de la libertad que te da el hecho de tener uno.
Las mujeres queremos salir a donde nos dé la gana, como lo hacen los hombres, sin pensar en que alguien vaya a atacarnos porque sí. También queremos poder beber o drogarnos o hacer lo que queramos sin tener miedo.
No es que en Maestras del Crimen tengamos interés en fomentar el consumo de estupefacientes legales o ilegales, pero sí queremos fomentar el que las mujeres tengamos derecho a ponernos hasta las trancas si nos da real la gana. ¿Cuántos hombres se plantean, en una noche de fiesta, que si beben mucho corren el riesgo de sufrir una violación, que después los pueden matar y que una vez muertos serán juzgados socialmente a través de los medios de comunicación y hasta podrían preguntarle a su madre en el juicio si su hijo
era ligón como le pasó a la madre de
Nagore Laffage?
La filósofa Ana de Miguel, con esa ironía que la caracteriza, comenta en
Ética para Celia una cuestión que, la verdad, es digna de análisis: cuando las mujeres nos encontramos a un hombre tirado en el suelo por una intoxicación etílica, no sentimos ningún deseo de bajarles la bragueta y violarlos,
más bien de reanimarlos y darles un bocata.
Resulta que los conocidos que nos agreden sexualmente no solo nos acompañan o nos esperan en casa, también se vienen de fiesta con nosotras. Son amigos, chicos que nos han presentado esa noche, compañeros de trabajo o de clase, el grupo de amigos de nuestros amigos… Son conocidos, y, como no se parecen a ese mítico señor de mediana edad que se pasea vestido de violador, no nos alarmamos.
Todo mal
¿Qué hacemos entonces las mujeres si no podemos estar seguras en casa y no podemos estar seguras cuando salimos a divertirnos? ¿Meternos en un convento de clausura? ¿Evitar a todos los hombres y vivir en comunas donde no dejemos pasar a nadie con un alelo menos? Bueno, es una opción, pero ni tiene sentido ni sería justa. Todas conocemos a hombres maravillosos sin los que no querríamos vivir.
La cuestión es que no hay que dejarse engañar, que tengamos miedo de salir solo limita nuestra libertad y, además no sirve para nada. Salgamos, entremos y divirtámonos. La realidad es que el riesgo de victimización en nuestro país es muy bajo a pesar de lo que nos cuentan desde la política y los medios de comunicación.
Y lo más importante que se debe entender es que no somos las mujeres las que debemos hacer algo para que no nos violen, no nos golpeen o no nos maten (bastante hacemos ya, la verdad). Son los hombres los que deben dejar de hacerlo o alentarlo con sus actitudes, permisividad o pasividad. De nada sirve ninguna política de prevención si no ponemos el foco en educar a los que agreden.
Y mientras ellos aterrizan en el siglo XXI, nosotras podemos hacer varias cosas que se resumen en esto: sororidad y empatía para cubrirnos las espaldas las unas a las otras.
Gracias, vieja del visillo
Los estudios criminológicos demuestran que lo que más disuade a un delincuente es la vigilancia informal y esto es precioso por lo paradójico que resulta. Como buenos hijos e hijas de una estructura social patriarcal, nos hemos pasado la vida criticando la figura de la
vieja del visillo, o la
maruja que no pierde la ocasión de controlar lo que pasa en su barrio.
Pues bien,
la vieja del visillo es más efectiva contra la delincuencia que varios coches patrulla recorriendo la zona. Así que ya está bien, reivindiquemos su figura y aparquemos un poquito la misoginia.
La vieja de del visillo es la Batwoman de nuestros barrios y deberíamos venerarla como la superheroína que es.
Si queremos estar más seguras, si los hombres quieren acabar con esta lacra que es la violencia machista en todas sus formas, seamos todas y todos
la vieja del visillo de nuestras amigas y amigos.
El vigilante de patrulla vecinal es una figura violenta y fascista que va por ahí impartiendo su idea de justicia. La vieja del visillo, en cambio, no necesita pasearse con un bate, simplemente lo tiene todo bajo control y sabe cuándo llamar a la policía.
Cuantas más viejas del visillo haya, más seguras estaremos en casa y en cualquier otra parte.